Rodobaldo Martínez Pérez
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Tres de sus 11 nietos |
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Casi
amanecía, todos rodeábamos su cama, porque llevaba varios días en coma y la
velábamos para cualquier movimiento. De pronto tragó fuerte y dejó de respirar.
Fue el 26 de julio de hace dos décadas, mi madre
murió y aquella realidad irreversible aún me nubla el pensamiento, porque si
hay cosas difíciles de aceptar es la muerte de un ser querido con esas
dimensiones, tal vez sea, porque uno nunca se prepara para perderlo.
Con la muerte de mi madre perdí a mi mejor
confidente. Ella siempre me escuchó en silencio, hablaba poco, pero su escueto
mensaje llevaba la esencia de haber vivido muchos años y me daba seguridad.
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Con sus seis hijos |
Su gran
serenidad para afrontar las dificultades de la vida fue una de sus
virtudes elogiables. Cuantas veces he
recordado aquella imperturbabilidad suya ante verdaderas tensiones y he deseado
haber heredado su ecuanimidad.
No había nadie como ella, para detectar mis
preocupaciones y si algo me atormentaba. Atrás venía el consejo lleno del
optimismo que siempre la acompañó.
Hoy, debajo de ese ramo en su tumba fría, quedó el
cuerpo inerme de esa persona excepcional que supo llenarme de felicidad cada
pedacito de mi existencia.
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En plena juventud |
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Con mi padre |
La Narda, como le decía, estará siempre ahí,
solícita para cuando la necesite, dispuesta a escucharme, con su palabra
certera iluminándome el camino, porque me niego rotundamente a dejarla morir y
perderla para siempre.
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